Los Lumiére fueron una familia de apellido premonitorio. La luz en todas sus formas estuvo detrás de sus inventos. Sin embargo, su historia arrancó en una Francia ensombrecida por la invasión prusiana de 1870.
Para huir de estos peligros, el matrimonio formado por Antoine Lumière y Jeanne-Joséphine Costille decidió cambiar de hogar. La pareja abandonó la fronteriza Besançon y se asentó en la ciudad interior de Lyon. Aquí empezaría una dinastía de burgueses emprendedores, el arquetipo social de una élite, cuya alegría de vivir culminará en la Belle Époque.
Sus hijos Auguste y Louis aprendieron a leer con los títulos señeros de la literatura infantil y los Viajes extraordinarios de Julio Verne. En 1877 se matricularon en la escuela técnica de La Martinière, donde, mediante una férrea disciplina, se educaban los futuros empresarios de la industria. Mientras Auguste mostraba interés por la Medicina y la Biología, Louis compaginaba su aprendizaje de Física y Química con su afición al piano, recibiendo clases en el conservatorio. Esta formación les dotó de un espíritu ilustrado y de una lógica científica.
CAPTAR UN INSTANTE
En 1881, con apenas dieciséis años, Louis había hecho algunas pruebas para detener el movimiento en las fotos: el humo de una lumbre de rastrojos en el jardín, su hermano lanzando un cubo de agua, saltando sobre una silla o arrojando un palo al perro de la casa. Acababa de inventar la instantánea que, como habían hecho los pintores impresionistas una década antes, captaba el instante y su luz fugaz. Este hallazgo fue divulgado en el Boletín de la Sociedad Francesa de Fotografía y suscitó gran admiración entre los colegas de medio mundo.
Con la proliferación de los artilugios ópticos, los espectáculos audiovisuales se pusieron de moda y se registraron patentes de investigadores como Louis Leprince y Thomas Edison, lo que aceleró la carrera hacia el cine. Y de nuevo Louis Lumière dio con la solución: el “cinematógrafo”. El aparato consistía en una caja de madera con un objetivo y una película perforada de 35 milímetros. Ésta se hacía rodar mediante una manivela para tomar las fotografías instantáneas que componían la secuencia (que no duraba más de un minuto) y proyectar luego la filmación sobre una pantalla.
Desde principios de 1894, los hermanos Lumière empezaron a ensayar rodajes con su nueva cámara, que, plantada delante de la entrada principal de su propia fábrica, trataba de retratar a golpe de manivela el fin de la jornada laboral. De manera que de la película Salida de la fábrica Lumière realizaron tres versiones antes de proyectarla en la primera sesión pública, que se celebró el 28 de diciembre de 1895 en el conocido Salón Indio del Gran Café de París.
EN BUSCA DEL CIEN EN COLOR
Tras el éxito del público, los Lumiére encargaron al ingeniero Jules Carpentier fabricar un gran número de cámaras, nombraron a agentes de la empresa en las principales capitales de Europa y América, y formaron a jóvenes operadores dispuestos a viajar por los cinco continentes para rodar escenas de los pueblos locales.
La selección de personal resultó fácil y barata: entrevistaron a los recién licenciados de las facultades y escuelas técnicas de Lyon más capaces para el oficio y les impartieron un curso acelerado de filmación y proyección. Así mismo, les proporcionaron un equipo técnico y las credenciales necesarias para realizar su trabajo por todo el mundo.
Así recalaron en la empresa un estudiante de farmacia como Gabriel Veyre, que pronto zarpó hacia América Latina; el veterano soldado Félix Mesguich, encargado de abrir una sucursal en Estados Unidos; el jefe mecánico Charles Moisson, que cubrió en Rusia la coronación del zar, y un antiguo alumno de la Martiniére, Alexandre Promio, a quien la regente de España, doña María Cristina, autorizó a filmar algunas escenas de la guardia y la armada reales.
Todo un equipo técnico que, en una diáspora planificada desde los despachos de las fábricas Lumière, contribuyó a una globalización sin precedentes de las imágenes del planeta.